Del concepto de ciudadanía me interesa, más que la relación jurídica entre Estado e individuo, el sentido personal de pertenencia e identificación con la comunidad. La manera en que una comunidad se articula trasciende las delimitaciones jurídicas, geográficas y políticas. En un Estado, un ciudadano cumple ciertas obligaciones y recibe, o debería recibir, la cobertura de sus necesidades e intereses vitales.
En un Estado, la pertenencia se determina por un estatus legal. En un Estado hay personas legales e ilegales. En cambio, los miembros de una comunidad pertenecen a ella por fuera de la “legalidad” de su estatus migratorio. En una comunidad tienen cabida todas las personas que se integran a ella sin importar su procedencia. No importa si son migrantes o refugiados, sino las contribuciones e impacto que generan en sus semejantes y en los lugares que habitan.
Las reglas de conducta e interacción por las que se rige una comunidad responden a un código moral al igual que a las leyes del territorio en las que ésta se asienta. Una comunidad se articula gracias a las redes de cuidados y afectos que germinan en su interior, afectos que se manifiestan con las cortesías más elementales y comportamientos éticos que se ejercen de manera espontánea porque han sido generados y transmitidos dentro de la misma comunidad, de forma orgánica. El sentido de comunidad, podríamos decir, le da a la ley una razón de ser más allá del papel, más allá del cumpliento de deberes frente a un Estado que muchas veces puede ser indiferente.
El contacto con la comunidad es un vehículo de supervivencia. En las novelas de la autora estadounidense Toni Morrison, la comunidad es el soporte para que personas que han vivido eventos traumáticos, sobre todo mujeres afroamericanas, no pasen el trauma a las futuras generaciones. “Si algo de lo que hago, en la forma de escribir novelas (o lo que sea que escriba) no es acerca del pueblo, de la comunidad o de ti, entonces no es acerca de nada”, dijo alguna vez Morrison.
En la novela Las malas, de Camila Sosa Villada, los lazos entre un grupo de mujeres trans en Argentina entretejen una pequeña comunidad dentro de la sociedad que las repudia. Si la protagonista y las mujeres del grupo logran sobrevivir por el tiempo que lo hacen es por esos lazos, por esas relaciones, por ese sentido de pertenencia. Es porque hay un código moral y de honestidad –no siempre alineado con lo que es legal–, pero que es el mecanismo que les otorga cierta dignidad en un mundo que se empeña por quitarles cualquier derecho.
Tener un compromiso real con la comunidad a la que perteneces implica cumplir con las leyes, pero también levantar la voz cuando éstas sean injustas, o cuando no se apliquen, o cuando el Estado y el gobierno de turno las usen para negar derechos.
En una comunidad, no respetas las normas de tránsito y convivencia para cumplir con la ley ni eres honesto para evitar represalias legales, sino porque has desarrollado un sentido de empatía y pertenencia frente a las otras personas. En una comunidad, el ‘otro’ es más cercano. Una ciudadanía sin sentido de comunidad es un sistema circulatorio sin irrigación.
En una comunidad, acciones como respetar las normas de tránsito, nacen de un deseo de proteger al otro, de un sentido de identificación con él. Te veo, me reconozco en ti y el respeto que te tengo se manifiesta en que no te corto el paso si voy en mi auto y tú eres peatón o ciclista. Te veo caminar por las veredas y llevar a tus hijos al parque y por eso me preocupo por no llenarlo de basura. Te veo en el autobús, cansado y frágil, y te cedo el puesto. Una comunidad cuyos integrantes participan para resolver los problemas en común y se ayudan es una comunidad que prospera, resiste, crea memoria y hace latir a la sociedad.
Escritora y collagista. Ha colaborado con medios como SoHo, Ronda y The Guardian. Publicó los libros Matrioskas, Golems y Héctor. Sus relatos y crónicas están en antologías como Ciudades visibles, Señorita Satán y Ecuador en corto. Hizo las portadas de Las voladoras (Mónica Ojeda), Sacrificios humanos (María Fernanda Ampuero) y Dämmerung (Juan Romero Vinueza). En 2016 fue parte de Ochenteros (20 escritores que la FIL de Guadalajara seleccionó como nuevas voces de la literatura latinoamericana).